Un viento de fuego rojo virulento asoló el manto de verde pinar y matorral, devastó la alfombra vegetal que sostenía las arenas y dejó tras de sí animales muertos, heridos o aterrados, sus nidos y madrigueras quemadas, de sus refugios expulsados, sus alimentos saqueados...
En plena oscuridad, mi tierra ardía, rugía, gritaba, lloraba y se desgarraba.
Y tras él, desapareció calcinado el paisaje de mi vida, mataron el escenario de mi niñez, mi adolescencia, mi adultez, la infancia de mis hijas, y también el de mis ancestros ...
El lugar donde construía de niña cabañas de pinocha para los escarabajos, donde escogía colitas de conejo, siemprevivas y clavellinas para hacer ramitos de flores secas para jugar, donde admiraba las trampas de la hormiga león, donde trepaba a los pinos llenándome de resina y de pelillos de procesionaria, donde me picó un alacrán rubio, donde mis padres me llevaban cuando enferma de tosferina aire puro tenía que respirar.
El lugar que mil veces recorrí por arenas cálidas hasta el mar, por senderos difíciles de transitar bajo un sol implacable que sólo la sombra de un pino aliviaba, y por donde me empeñaba en ir antes de que pusieran pasarelas, antes de que los que ahora lo extrañan tiraran basuras sin amor por doquier que mil veces recogí, ... Caminaba por allí con el único objetivo de disfrutar del paisaje, de su belleza, sus contrastes, su música de chicharras en verano, sus ofrendas de camarinas que calmaban mi sed con su sabor ácido. Un paseo duro y maravilloso, una aventura cuya meta era el mar que podíamos percibir por su música de rompeolas, por el aire que refrescaba mi cuerpo sudoroso en pleno verano cuando el sendero terminaba en ese acantilado. Ese médano que rezumaba agua que recogía con botellas para deleitarme con el sabor de agua pura recién filtrada, donde buscaba barros para hidratar mi cuerpo, lenguas de arena para correr y recorrer rodando a gran velocidad, y luego la playa de arenas blancas, de mar verdoso, pardo, negro o gris según marcara el tiempo o la estación....
El lugar desde donde se podía divisar a un lado un manto homogéneo de verde implacable que se perdía en el horizonte, y al otro, el inmenso mar.
Me resisto a pensarlo negro, carbonizado, sin sombras, desierto, yermo, calcinado, sin huellas que rastrear, ausente la vida, muerto, con olor a humo, a muerte trágica, inesperada, injusta,...un paisaje de tristeza, dolor, impotencia, frustración, ira y rabia.
Invento bálsamos para tanto dolor, y quiero soñar ejércitos de reforestación, aviones bombardeando semillas sin piedad, el cielo bendiciendo la tierra con agua en su justa medida, con vientos suaves que detengan las arenas y permitan la germinación, el universo entero conspirando al servicio de la regeneración de un nuevo paisaje que permita la sucesión de especies esta vez más diversa, más autóctona, más resistente al fuego, al poder y a los seres humanos que se deshumanizaron. Esos que valoran más los bosques de ladrillos, los campos de plástico, el aire contaminado al servicio del consumo, los animales disecados, la supuesta comodidad de una vida que despilfarra la vida misma y nos convierte en esclavos del tiempo, del dinero, del trabajo, y nos alejan cada vez más y más de la felicidad.
Sueño y veo pesadillas en rojo y negro. Quiero y necesito despertar al verde de las plantas y al azul del mar.
Iremos un día juntos lxs humanxs de corazón salvaje a pisar esa tierra, a pedir perdón, a sembrarla, a abrazarla...quiero soñar que es la oportunidad de formar el bosque ancestral que fue antes de que el ser humano talara y sembrara pinos que arden como la yesca, y recuperar el bosque primigenio de enebros,sabinas, lentiscos, retamas, alcornoques, encinas, ....que sostengan hormigas, mariposas, libélulas, lagartos, camaleones, carboneros, jilgueros, verderones, conejos, ginetas, linces y hasta lobos...sueño....un bálsamo para tanto dolor.
Inés Lozano Villarán